Arnold Schwarzenegger sigue pagando un artículo que se quedó de una de sus cintas.

Exista una cinta que ocupa un lugar poco privilegiado en la historia cinematográfica, con puntuaciones que rozan lo desastroso en plataformas como Rotten Tomatoes y Metacritic. Sin embargo, para Arnold Schwarzenegger, quien dio vida al villano Mr. Freeze, la experiencia fue mucho más que cifras desalentadoras.

Durante el rodaje, además de recibir un astronómico salario de un millón de dólares semanales —muy por encima del pago a George Clooney, protagonista de la cinta—, Schwarzenegger quedó profundamente encariñado con uno de los elementos más emblemáticos de su personaje: el traje de Mr. Freeze. Desde el primer momento, supo que quería conservarlo como recuerdo, sin importar lo que costara conseguirlo.

En el mundo del cine, los trajes y objetos suelen ser resguardados meticulosamente para futuras producciones o exhibiciones. Cuando un actor desea quedarse con alguno, las negociaciones no siempre son sencillas. Schwarzenegger se enfrentó a esta dificultad cuando solicitó quedarse con el impresionante traje que usó durante la película.

Ante la negativa inicial, el actor decidió escalar la situación hasta las oficinas de los altos mandos de Warner Bros. Tras varias gestiones, se llegó a un acuerdo poco común: el traje sería «alquilado» a Schwarzenegger por la suma simbólica de un dólar anual, permitiéndole conservarlo bajo condiciones particulares.

Hoy, casi tres décadas después del estreno de «Batman y Robin», el traje de Mr. Freeze sigue ocupando un lugar de honor en la oficina de Arnold Schwarzenegger. Más que un simple vestuario cinematográfico, el traje —cuyas luces internas fueron diseñadas para durar hasta 9.000 horas— se ha convertido en una pieza de conversación y admiración para quienes visitan al actor.

Para Schwarzenegger, este objeto representa mucho más que su participación en una película criticada. Es un recordatorio tangible de una etapa de su carrera que, pese a las opiniones adversas, él valora enormemente. Una muestra de que, en ocasiones, el vínculo emocional con una obra puede ser más poderoso que su recepción pública.

Texto original: Gizmodo